No desestimen al soldado Sánchez
Aquella derrota fue la peor que tuvo nunca Alfredo Pérez Rubalcaba, acaso el más inteligente, o más listo, de los socialistas españoles de la echadura de Felipe González. Lo calculaba todo al milímetro, como ministro del Interior, porque era un científico devenido político, y era más listo que una tea.
Él diseñó los últimos triunfos del más exitoso de los políticos de la España de la Transición y era además una persona de simpatía rápida, de ocurrencias sin freno, que sabía poner en su sitio la risa y en otro lugar la militancia, la generosidad y su partido.
Era un soldado que como ministro del Interior condujo el final de la Eta y como responsable en la sombra de la lucha contra este monstruo terrorista tuvo también el empeño de llevar a la opinión una convicción que compartió cada vez más gente: que Eta, precisamente, no fue, como declaraba el entonces presidente José María Aznar, la autora de los horribles, y múltiples, asesinatos en los trenes que viajaban a Atocha en la madrugada terrible, cruel, inolvidable, del 11 de marzo de 2004.
Aquel episodio marcó a España. Las elecciones que estaban en curso iba a ganarlas, quizá de calle, el Partido Popular que aun dirigía Aznar pero que iba a ser representado en la contienda por el que fuera ministro de varias disciplinas Mariano Rajoy. Aquella mentira de Aznar (“fue Eta”) causó estupor y decepción y arañó sin remedio al aspirante de la derecha, que tuvo que esperar años hasta sentarse en las butacas de La Moncloa.
Las sucesivas victorias electorales socialistas, representados por José Luis Rodríguez Zapatero, hallaron la hecatombe económica española y europea y se acabó el período de la izquierda en aquella España marcada, en esos momentos, por el fin de un porvenir imposible. Y al fin Rajoy halló sitio para su mudanza tan buscada.
Alfredo Pérez Rubalcaba tenía su hora por delante, se adentró en lo que más sabía, el manejo de su partido como secretario general, después de Zapatero, y se aprestó a ganar, como campeón de carreras que había sido, el campeonato que le faltaba vencer. Fue un desastre. Nunca había perdido por tanto la candidatura de los socialistas españoles. Fue, como había dicho, con otro propósito, el rey de España de la época, un resounding disaster…
A este periodista le encargaron en El País, donde trabajaba de todero, un reportaje sobre ese fracaso, que llamé así, fracaso, para que se entendiera bien que no iba a ser un reportaje de medias tintas, de sonrisas y lágrimas, sino de mamma mía, por seguir citando musicales.
Todos aquellos a los que llamé para que me dijeran que sí, que ellos se hacían cargo del desastre y que me dirían cómo se sentía el desbarate, y que les llamara en cuanto fuera necesario.
Los llamé a todos, vencidos y muy vencidos, para contarle a la gente lo que le pasa a la gente en circunstancias así. El socialismo de ese momento, superada la época de primacía de la derecha, parecía un tanque, capaz de ganarlo todo, y de pronto el porvenir era de acero, de tristeza molida, y eso se notaba hasta en las salas donde recibía todavía Alfredo Pérez Rubalcaba.
Él era un demócrata, sabía perder, dejó sus cosas en orden y volvió a la ciencia. Le pedí un reportaje en su despacho de la Universidad Complutense, me recibió allí, asistí a una de sus clases. Él era, valga la redundancia, un hombre con clase, un madridista leal con su equipo, y una de las personas más inteligentes, y divertidas que he conocido en mi vida como periodista.
A Rubalcaba no le pregunté, al tiempo de su deslizante derrota, cómo le iba, cómo le había ido. Era como hurgar en una herida que él no había ocultado, al contrario, la explicó con las palabras de un sabio hindú: qué le vamos a hacer.
Así que les pregunté a otros perdedores de su rango, y entre ellos le pregunté a Pedro Sánchez, que era un diputado sin gran historia, pero que era ya muy conocido porque aparecía en la televisión (en un programa al que yo iba también) y porque daba muy bien en la pantalla, que es lo que se dice cuando, saliendo en la pantalla, dices algo que no suelen decir los otros.
Él me dijo que, naturalmente, se sometería a mis preguntas, y que cuándo lo haríamos. Al cabo de unas horas, aquel soldado que ya se preparaba para otras gestas dentro del socialismo (gestas, o fracasos, que de todo hubo en su historial) me envió un SMS, aquellos mensajes de baja intensidad. Mejor no cuentes conmigo. No quisiera formar parte de la palabra fracaso, me dijo, más o menos.
El reportaje salió sin él, pero yo nunca olvidé ese lance común de nuestras vidas. Desde entonces pasaron muchas cosas… Una de ellas fue su contienda con su propio partido cuando él se negó a darle al Partido Popular los votos para gobernar que le requerían, como secretario general, los barones que lo fueron desposeyendo de la autoridad que le habían conferido las bases.
Aquello lo lanzó a la carretera, a buscar apoyos por toda España, dio la batalla para regresar al trono del que había sido desposeído y una serie de lances que le fueron favorables lo convirtieron hace cinco años en el gobernante socialista que esta vez desbancó a Mariano Rajoy de sus muebles en Moncloa.
Fue una moción de censura que dejó al Partido Popular tiritando y a los socialistas otra vez en el sitio al que, ay, no pudo llegar Rubalcaba. Alfredo no pudo ver este desenlace, pues murió de repente cuando más feliz era de ser tan solo un maestro de ciencia en la universidad de su vida.
De esa historia Sánchez hizo un libro en el que ponía de manifiesto las victorias de su resiliencia. En su manual, por supuesto, no había mención de aquel episodio en el que quiso olvidarse del fracaso, pero tampoco podía aparecer la última ocasión en que, estando en la lona, se levantó para decir “aquí estoy, soy resiliente”.
Fue cuando, en el último junio, tras una debacle sin paliativos de su partido en las elecciones autonómicas, decidió poner en juego su puesto de presidente y desafió a su oponente, Alberto Núñez Feijóo, el líder flamante del PP, a una tenida exprés: elecciones generales anticipadas.
Tuvo de compañero de campaña a José Luis Rodríguez Zapatero, viajó (como había hecho cuando su anterior derrota más grave) por toda España y también por las emisoras menos favorables, y consiguió al fin que el PP no llegara a la mayoría absoluta.
Ahora hay mucha controversia sobre los compañeros de viaje (los independentistas catalanes) que se le añaden en esta aventura de gobernar y hay montada una buena en las calles (en las calles de Madrid) contra él y contra los suyos, pero sobre todo contra él, contra su nombre propio (han llegado a llamarlo asesino los que obedecen a Vox en las manifestaciones que lo denigran)… Los que lo quieren rendido no pueden recordar, son muy jóvenes, al menos son muy jóvenes los que se manifiestan, para recordar que ya se ha levantado de otros dolores, que parecían definitivos.
No quiere estar en el lado del fracaso, y de momento su manual le responde para desesperación de los manifestantes que se muestran tan hoscos ante la sede del partido que lo sustenta y lo llaman de todo menos bonito.
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