En el espejo del 2001, ¿el fin del pasado?

La esperanza es el sueño de un hombre despierto. Eso decía Aristóteles, con un dejo de ironía, cuando veía aferrarse a rupturas con el pasado desde la mera subjetividad de aquel que cree que todo será distinto esta vez. Argentina vive tiempos de esperanza, típicos de la etapa post electoral. Desde hace mucho padecemos frustración tras otra, por lo que toca un juicio reflexivo que salga de la coyuntura.

Para entender, tenemos que mirarnos en el espejo del 2001. Mismos desafíos, mismo hartazgo, mismas reacciones. “Que se vayan todos” allá y acá; nada parece haber cambiado, como si estuviéramos congelados en lo inmutable. Entonces ganó un outsider del sistema; ahora también. Entonces se empezó con promesas de respeto a las instituciones; las promesas son las mismas.

Pero ahora viene lo interesante en la analogía, que esperemos sea tan solo un ejercicio de imaginación: ante los límites del sistema, sobrevino la transversalidad política como concepto dominante; cuando tocó la frontera de posibilidad, la dinámica devino profundamente conservadora: se abrazó a lo más rancio de la política y optó por el desborde, que terminó en el “vamos por todo”. Faltó poco y acá estamos de nuevo.

Ahora vamos por las diferencias. Primero de legitimidad, por la ocurrencia de un ballotage que entonces no existió. Pero lo más importante: esta vez no hay un partido político con densidad, lo que se refleja en la ausencia de cuadros estables y en la presencia en el Congreso, ínfima.

Y aquí está el mayor límite y a la vez el mayor desafío: el sistema político está divido en tercios, toda una novedad. Especialmente si se considera el calibre de las reformas necesarias y prometidas en la campaña. Porque no hay que perder de vista que la legitimidad puede ser fugaz, tanto más cuando el pacto con el electorado se funda en cambios drásticos y urgentes.

Por último, los desafíos. Quién haya ejercido funciones de responsabilidad pública sabe que hay tres compuertas ante cualquier decisión, los famosos tres poderes: la administración pública, el Congreso y la Justicia.

En el primer caso, la burocracia que hace que todo se mueva o no; esos están amenazados por una motosierra, blandida por quiénes poco conocen sus laberintos. En el segundo, un poder dividido en tres, que viene de Provincias donde ha ocurrido algo novedoso en el esquema de relación con la Nación: las elecciones locales dijeron una cosa, las nacionales otra. En el tercero, 24 jurisdicciones (juzgados federales, no es solo el fuero contencioso administrativo de la Capital) que miran con atención lo que viene y el liderazgo de la Corte.

Un apresurado dirá que basta para sortearlos con una delegación legislativa; otro, que en el peor de los casos están los decretos de necesidad de urgencia; un tercero sugerirá la consulta popular como bala de plata.

Para todo eso, para cualquiera, hace falta administración pública, Congreso y Justicia. Eso que se llama sistema institucional, que exige la astucia de estrategia legislativa y judicial, y secuencia inteligente para los cambios. Cuando muestren su dimensión, ¿qué puede venir? Ahí sabremos si estamos ante la esperanza de otra experiencia populista o un nuevo país, que es lo que la mayoría de los argentinos queremos y esperamos.

Bernardo Saravia Frías es abogado. Ex Procurador del Tesoro de la Nación

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