El árbol y el bosque

De repente una aluvión de estudios académicos de orígenes opacos reveló una verdad sorprendente: el auténtico pulmón del planeta, donde se generaba el 70 % del oxígeno, se explicaba por un solo árbol, absolutamente desconocido, el pastebo.

Esta noticia demostraba dos cosas: Uno: Nada de lo que hacía el hombre tenía consecuencias climáticas. Dos: La responsabilidad de tener el planeta al borde del desastre ecológico era de ese árbol escaso que nadie había visto antes.

Los estudios eran tan contundentes como ambiguos. El árbol era muy antiguo, la friolera de trescientos millones de años. Aunque procesaba el oxígeno como pocos, también eran muy pocos a nivel global. Además, su ubicación, su cantidad y distribución eran casi desconocidas. Sobre esta afirmación comenzaron a proliferar estudios y leyendas. Se exhibieron estadísticas y mapas, pero también supersticiones. Que el árbol crecía solitario y desapercibido en junglas africanas y amazónicas; que era alto y solitario, y de madera casi fosilizada; que a pesar de su antigüedad, nadie podía afirmar si se reproducía o declinaba. También se dijo que no daba frutos, pero sus hojas eran afrodisíacas, y eso alienta un tráfico ilegal que lo ponía al borde del exterminio. Que sus frutos hervidos provocan visiones que llevan a la locura, o a una mística sabiduría. Que su madera tan dura no puede trabajarse, pero quien lleva una astilla ahuyenta sus demonios.

Total, que nadie había visto el tal pastebo, pero todos sabían todo sobre él. La conclusión fue obvia. Si el árbol era tan importante para la respiración del planeta, los hombres no podrían respirar aliviados mientras no lo tuvieran bajo control. Era necesario, y además urgente, buscarlo, encontrarlo, y ponerlo bajo custodia y estudio. Los primeros en ponerse en movimiento fueron los flamantes megamultimillonarios, los padres e hijos de la revolución tecnológica. Ya no necesitaban hacerse cargo del desastre ecológico, ni tenían que viajar a otro planeta para respirar tranquilos. Bastaba seguir haciendo lo mismo, pero con los pastebos en su jardín. Corrieron a buscarlos, a preparar épicas expediciones que el mundo no había visto desde el siglo XIX. Esto puso en movimiento también a los gobiernos de los lugares donde se suponía crecía el pastebo, que con cierta lógica dijeron que si los árboles estaban allí, allí se quedaban. Y hubo quien dijo que la urgencia era multiplicarlo en granjas estatales, y quien dijo en privadas. Y otros dijeron que respirar era un derecho, y que un pastebo debía cobijar a todos y a cada uno. Y quienes afirmaron que aquel que aspiraba a respirar, debía regar el árbol con el sudor de su frente.

Así las cosas, el mundo contuvo el aliento, y mostró los dientes. Al cabo de tal confusión, solo dos cosas quedaron claras: la capacidad humana de creerse cualquier cosa, si los alivia; y la incapacidad humana de concertar cualquier acción global, si es sensata.

Comments are closed.