Madame Butterfly y los finales que siempre nos hacen llorar

En el último acto, de la última escena, la geisha se mata. Es uno de los finales más cantados del mundo y sin embargo uno espera que esta vez no, que Madama Butterfly no se corte la garganta con la daga, que Puccini por fin se compadezca de su criatura y que no volvamos a llorar a lágrima viva con su trágico destino. Pero no. Al caer el telón no alcanzan los pañuelos para barrer de los labios el sabor de las lágrimas. ¿Por qué lloramos cuando ya sabemos el final? ¿Qué tipo de huesos hay que tener para no rompernos el alma una y otra vez con la misma historia?

Desde que en 1904 se estrenó la ópera de Giacomo Puccini en Italia, varias generaciones se han conmovido por la tierna japonesa que se enamora a los 15 años de un oficial de la marina norteamericana con consecuencias devastadoras. El teniente la abandona embarazada en su casita de Nagasaki, ella lo espera durante años como la Penélope de Serrat espera a su amante en el andén, pero él se casa con una americana y luego viene a reclamarle a su hijo para llevarlo al otro lado del océano. La bella Madama Butterfly, que había rechazado a varios hombres por esperar a su amor, acaba con la daga en el cuello.

Madama Butterfly, en la escena del final.Madama Butterfly, en la escena del final.

Y es entonces cuando esa carnicería emocional baja del escenario y nos atraviesa a todos los que aún sabiendo cómo termina la cosa nos dejamos arrastrar hacia el fondo del ánimo y de la butaca aferrados a un montón de preguntas: ¿Ella se mata por amor o por honor? ¿Está bien aplaudir una obra que transmite semejante mensaje de sumisión de la mujer? ¿Es un manifiesto sobre el machismo o una denuncia? Y, la pregunta del millón: ¿Qué hubiera hecho yo en su lugar?

Uno llora por emoción, por alegría, por dolor, por pena o porque nos ponemos en los zapatos del otro. Lloramos desde que nacemos hasta que morimos. “Qué linda obra Madame Butterfly”, tuiteó la semana pasada Javier Milei luego de salir del Colón, donde recibió algunos aplausos y abucheos del público. ¿También habrá llorado?

Otro final de Puccini que no deja a nadie con el pañuelo seco es el de Turandot. La última aria Nessun dorma (nadie duerma) acaba de desnudar emocionalmente a Roger Federer ante el mundo. Fue cuando Andrea Bocceli, sabiendo que el ex tenista estaba presente en su concierto de Zurich, lo hace subir al escenario para dedicarle uno de los himnos de victoria más conocidos de la ópera.

Lágrimas vivas. Federer y Andrea BocelliLágrimas vivas. Federer y Andrea Bocelli

La trama se desarrolla en una legendaria Pekín, donde la princesa Turandot desafía a sus pretendientes a resolver tres enigmas. Si los resuelven conseguirán su corazón. Si no, morirán. El último candidato lanza entonces su canto más estremecedor All’alba vincero (Al alba venceré) y cuesta no empezar a lagrimear antes de que se haya apagado su voz. Que nadie duerma, que nadie duerma. Al alba venceré. ¿Lo logrará? Otro final cantado (y llorado) mil veces. Porque cada vez que se llega hasta la última nota uno tiene la intuición de hallarse al borde de algo nuevo. Después de todo, la vida también es una obra abierta.

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