El vértigo del cambio
La ciudadanía votó el domingo pasado con una contundencia que asombra. Se trata de un acontecimiento que, entre otras causas, toca de lleno en la crisis de representación de las democracias occidentales. No se la entiende entre nosotros sin prestar atención al menos dos fenómenos.
Primero, la mutación científico-tecnológica que sacude a todo el planeta con la irrupción de las redes sociales y el estallido de la comunicación; segundo, la catástrofe que sufren millones de compatriotas sumidos en la pobreza y en la indigencia, y unas clases medias en declive. La parálisis de una economía manejada por la irresponsabilidad de un populismo corrupto.
La coincidencia de ambos fenómenos es explosiva. Javier Milei es producto de esta sociedad poblada de teléfonos inteligentes que son comunes a ricos y pobres, a consumidores y marginales, una sociedad que se auto-representa en un santiamén y erosiona a los partidos establecidos que ya no son más lo que eran: les cuesta entender la súbita emergencia de estos novedosos agentes del descontento, maestros de la imagen y de esta comunicación de nuevo cuño.
Tampoco previeron sus dirigentes ese despliegue radicalmente individualista de expectativas, su velocidad y el despertar de la autonomía ciudadana frente a los aparatos y maquinarias electorales.
Con estos instrumentos y unas ideas básicas, simplificadoras, extraídas de las fecundas vertientes de la tradición liberal, Javier Milei ganó prácticamente en toda la geografía electoral del país con la excepción de tres provincias. No solo ha triunfado un líder solitario; esta brotando asimismo un tipo de democracia cuyos efectos todavía ignoramos.
Hace años que lo venimos destacando: el vertiginoso y espontáneo desenvolvimiento de una democracia de candidatos aislados del sistema establecido de partidos políticos, que capturan una legitimidad de origen en los comicios. Situados a derecha e izquierda, estos candidatos desgastan el centro del régimen político y trastornan antiguos equilibrios. Integran además una red internacional guiada por Trump y Bolsonaro.
Desde luego, Milei no hubiese ganado la presidencia solo por reflejar la sociedad digital o este crepúsculo de la democracia de partidos. Hizo más, cuando asumió el papel de mediador iracundo y hostil de una cólera social. Por este motivo, Javier Milei es producto del tercer colapso económico que padece nuestra democracia (el primero fue entre 1989-1990 y el segundo entre 2001-2002).
En este colapso intervinieron el Poder Ejecutivo, su Ministro de Economía, gobernadores, intendentes, sindicalistas, movimientos sociales, el kirchnerismo en general, cobijados en montón bajo el manto desflecado del peronismo (obviamente, no es un dato definitivo ya que el peronismo ha zurcido ese abrigo con provecho en otras oportunidades).
El derrumbe lleva más de una década y se aceleró en estas semanas al impulso de Sergio Massa, un prototipo del demagogo con la mentira a cuestas, que quiso atrapar la conciencia ciudadana dilapidando recursos, infringiendo más daño a una economía desfalleciente y apostando a que esa realidad ficticia fuese creíble.
La estrategia fracasó y el sufragio sancionó en paz aquello que, en verdad, se juzgó negativo o malsano. Los fiscales de mesa cumplieron con su cometido, tanto como los jueces y camaristas que nos garantizaron la emisión libre y transparente del voto.
¿Significa acaso esta circunstancia que la casta, como la llama Milei, ha quedado atrás? En absoluto. Las instituciones vigentes, que entre otros se las debemos a Alberdi, con las renovaciones parciales de ambas cámaras legislativas cada dos años en la primera vuelta electoral y la elección escalonada de gobernadores dan lugar a un escenario contradictorio: un candidato desconocido en los anteriores comicios presidenciales de 2019, que ahora conquistó el porcentaje más alto de votos en estos cuarenta años, carece de mayoría parlamentaria y de sustento político en el orden federal, en particular en la provincia de Buenos Aires.
Razonablemente, esta disposición de los poderes, según resulta de la combinación de república y democracia, podría inspirar políticas de negociación y consenso para apoyar, como se proclama, el cambio y la reconstrucción de una nación maltrecha.
Alguna pauta para desenredar esta madeja la proporciona en estos días Mauricio Macri, que parece decidido a fracturar el bloque de Juntos por el Cambio y antes echó leña al fuego para que esa coalición, que parecía destinada a una segura victoria, se desgastara en un incomprensible antagonismo intestino.
Javier Milei es también producto de esa desgarrante disputa. Cosechó frutos por partida doble: de parte de Massa que lo empujó para debilitar a Cambiemos; de parte de Macri que ahora lo entroniza como agente del cambio que él, según confesó, no pudo hacer.
En esto estamos, asistiendo a una intriga de efectos queridos e inesperados que, a lo último, favorecieron a Milei y abren serios interrogantes. Son preguntas que nos colocan de frente a unas incógnitas acerca de la gobernabilidad de una democracia que, pese al tiempo transcurrido, no ha logrado dar vuelta a esta declinación partera de tantas frustraciones.
La gobernabilidad es un desafío inmediato que resulta del entrecruzamiento de tres poderes: el poder del voto y de la opinión pública que respaldan a Milei; el poder institucional, que restringe el apoyo electoral; y el poder de la calle o de la participación directa de minorías activas que detentan subsidios.
En un caso, el presidente tendrá que consolidar su liderazgo; en el segundo, en el contexto de una política del shock que resulta inevitable, habrá que aprobar leyes y forjar mayorías legislativas; en el tercero, se pondrá en juego la capacidad del Gobierno para retomar el control del espacio público y reafirmar, sin represiones ciegas y al cabo inconducentes, el principio de autoridad.
Comienza pues un período preñado de promesas y señales de tormenta, en el cual, confiamos, la democracia seguirá prevaleciendo.
Natalio R. Botana es politólogo e historiador. Profesor Emérito de la Universidad Torcuato Di Tella.
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