La Unión Europea, entre la ambición política y los dilemas de la democracia

El Parlamento Europeo está encarando un paquete de enmiendas a los tratados de la UE aprobado hace poco por su comisión de Asuntos Constitucionales. A partir de la conclusión, el año pasado, de la Conferencia sobre el Futuro de Europa -un original experimento de participación ciudadana a nivel transnacional, por el trámite de “diálogos dirigidos” de ciudadanos elegidos al azar- instituciones europeas, grupos de trabajos, fundaciones, personalidades del mundo político y académico se pusieron en marcha para debatir el tema.

Las tragedias del vecindario y la reciente decisión de la Comisión de recomendar al Consejo de la Unión el inicio de negociaciones para la admisión de Ucrania, Moldavia, Georgia y Bosnia-Herzegovina han hecho precipitar esa discusión.

Como otras veces antes, son muchos los que están tratando de configurar el debate alrededor de la disyuntiva entre ampliación y profundización, según el libreto por el cual cada ampliación pone en peligro la profundización y, por ende, tiene que ser precedida por serios progresos en ella, creando así un círculo virtuoso.

En realidad, esta estrategia empezó a mostrar sus serios límites ya con la gran ampliación de 2004, que abrió las puerta de la UE a diez nuevos países del ex bloque soviético, anticipada por la redacción en 2003 de una denominada Constitución Europea (escrita por un complejo órgano ad hoc liderado por V.Giscard d’Estaing) que nunca entró en vigor.

A partir de aquella instancia, además, empezaron a verse los contragolpes a la condescendencia con la cual la Comisión distribuye buenas o malas “notas” a sus postulantes –no sólo a los países que ambicionan ingresar, sino a los actores, públicos y privados, que aspiran a los recursos que la UE distribuye por el medio de sus diferentes “programas”.

Hay una anécdota sintomática al respecto, referida al gran intelectual checo Antonin Liehm, incansable creador de míticas revistas culturales, entre las cuales Lettre Internationale (de la cual todavía existen ediciones en húngaro, alemán y algunos otros idiomas), nacida en 1984 para allanar el terreno a la integración de las dos Europas y luchar contra el “provincialismo de las grandes culturas europeas”.

Cuenta Carl Fredriksson, a su vez co-fundador de la bellísima magazine electrónica Eurozine, que, al morirse por falta de fondos su versión francesa, Liehm declaró a los funcionarios de la Comisión estar “cansado de correr detrás de personas que, aunque podrían financiar su empresa transnacional, no entendían por qué razón tendrían que hacerlo”.

La queja de Liehm capta maravillosamente el hito existente entre la proclamación de los “valores europeos” y su incorporación en el quehacer de la UE. Sólo basta pensar, a nivel político, en las bravuconadas con las cuales Grecia fue empujada a sobrellevar unas muy discutibles recetas anti crisis, en contra de la voluntad expresada en un referéndum por sus ciudadanos; o en el acuerdo suscrito con Erdogan para tercerizar la “gestión” de los inmigrantes sirios.

Es precisamente para superar ese hiato que la democracia entendida como régimen e ideal político trabaja pacientemente, adentro de los estados que la adoptan; sin embargo, la UE tiene todavía que encontrar una modalidad para hacerlo sin detrimento de la democracia de los países que la conforman.

Por ende, más allá del deleite de ver una vez más las ruedas de la integración en marcha, tengo un gran temor al fervor retórico europeísta que resucita esqueletos que creíamos sepultados en nuestro pasado, tal como la “Europa geopolítica” o el nacionalismo de marca europea (¡casi un oxímoron!). Qué pena encontrar entre las prioridades de la actual Comisión “la promoción de nuestro modo de vida europeo”, cuyos contenidos disparatados no tienen, además, correspondencia alguna con sus políticas.

Valdría la pena refrescar la lectura de una inspiradora conferencia de George Steiner, publicada no hace mucho en castellano con el título de La idea de Europa: ser europeo no corresponde a un listado de tareas sino, más bien, según cuenta el gran escritor, a una aptitud. Se trata de compartir un “humanismo secular”, conscientes de los costados oscuros del pasado europeo, sin renunciar a revindicar los atractivos de un mapa sentimental que abarca viejos cafés y callejuelas.

Entiendo la gravedad de las crisis que se están ominosamente acumulando adentro y afuera de Europa. Pero me angustiaría que el ambicioso camino de la reforma cum ampliación encubriera la disyuntiva mucho más existencial entre fortalecimiento del poder político de la UE y afianzamiento de su calidad democrática.

Sería tremendo si, al rojo vivo de eventos externos a las dinámicas integrativas, por más dramáticos que fueran, la UE se empeñara en sumar competencias o facilitar sus intervenciones en los ámbitos que comparte con los estados con malabares procedimentales (por ejemplo, un aumento de las instancias de voto a mayoría), sin resolver previamente este dilema.

El invento del fact-based policy, con el cual la Comisión ha tratado encararlo (especialmente a partir del nuevo milenio, cuando una reforma de inspiración británica quiso imponer a su administración un carácter “gerencial”) ha mostrado sus límites: no le permitió a sus funcionarios entender cuáles eran las razones de Liehm, ni, aún más, podrá sustituir la concertación entre posiciones distintas que toda democracia pluralista tiene que practicar al momento de adoptar políticas y no sólo reglamentos.

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