No es fácil ser buenos contemporáneos
Uno de los más célebres pasajes de la literatura universal es el de aquel protagonista de La cartuja de Parma que huye de Italia, se enrola en el ejército napoleónico, contempla el despliegue del ejército francés, oye el estruendo de la artillería, ve cómo pasan soldados a caballo, corre de un lado para otro e incluso pasa a su lado el mismo Napoleón sin reconocerlo, para acabar largándose en una desbandada.
La pregunta a la que el joven Fabrizio no es capaz de responder es dónde había estado realmente. “Ve el triunfo y la derrota y, en fin, ve todo y no ve nada. Estuvo allí, en efecto, pero no sabría contar otra cosa que el asombro de no haber conseguido encontrar Waterloo en Waterloo”. La ironía de Stendhal consiste en presentar a su personaje como alguien que mezcla curiosidad e ignorancia, que aspira a estar en el lugar más decisivo de su época y no se entera de nada.
Estar a la altura del propio tiempo, ser su testigo o protagonizarlo, no es algo que se consiga sin más vagando por el lugar de los hechos. ¿De qué hechos, además? Solo está en la realidad quien la entiende e interpreta adecuadamente, pero ¿está eso a nuestro alcance mientras se suceden las cosas a un ritmo vertiginoso? ¿Hay algún procedimiento para saber ahora lo que solo podríamos saber después, cuando tuviéramos suficiente perspectiva histórica y tal vez sea demasiado tarde?
No es fácil ser un buen contemporáneo porque no sabe uno qué está sucediendo realmente en medio del fragor de las noticias, las imágenes, el ruido estremecedor y las opiniones tan diversas y con frecuencia contradictorias. Hay que darle a todo un orden y sentido, discriminar lo importante de lo accesorio, no confundir lo decisivo con lo llamativo.
¿En qué tiempo vivimos realmente? ¿Estamos en medio de acontecimientos que marcarán época o en una agitación improductiva? ¿Qué cosas van a durar y cuáles desaparecerán con la misma rapidez con la que irrumpieron? ¿Quién está atento y quién distraído? ¿Quién tiene razón entre tantos que anuncian con solemnidad que algo es “histórico” o formulan un “cambio de paradigma”? ¿A qué estamos asistiendo, siendo testigos o tomando parte? Entre las cosas que pasan, ¿de cuál podríamos decir en el futuro que habíamos estado allí?
En Mayo del 68 un profesor de historia de la Universidad de Marburgo colocó un cartel en la puerta de su despacho para reclamar silencio: “Aquí se hace historia”. Cuentan que en el momento inmediatamente posterior del atentado a Kennedy un fotógrafo exigía a su mujer que le dejara el paso libre afirmando “this is history, lady”. ¿Quién tenía la perspectiva más real sobre lo que estaba pasando, los protagonistas de la revolución estudiantil o el estudioso de la historia, el fotógrafo o la mujer desconsolada?
Los contemporáneos tienden a exagerar el momento presente y su significado. Cuántas cosas hemos dado por muertas y han regresado o tal vez ni siquiera se habían ido de verdad y no nos habíamos dado cuenta.
Por lo general, aquello que tenemos en el horizonte inmediato no es lo que será históricamente relevante. Hay cambios profundos en la realidad que apenas se perciben y movimientos compulsivos que no dejarán ninguna huella. El paso del tiempo tritura lo que parecía estable y da lugar a cosas inéditas.
Los medios aseguran estar informándonos de lo que realmente ocurre, pero también sabemos que escuchan lo más ruidoso, que no siempre es lo más importante, que el tipo de novedad que anuncian caduca con vertiginosa rapidez.
Las agendas políticas no aciertan a formular las verdaderas prioridades de nuestro tiempo y los programas políticos, escritos para dar solidez a las políticas durante un tiempo, envejecen y caducan a medida que cambian las prioridades no previstas por la irrupción de acontecimientos imprevistos.
No estamos sabiendo anticiparnos a los cambios y las crisis, pese a que no nos faltan tecnologías y recursos de predicción. Algo deberíamos haber aprendido de que en los últimos años haya habido tantas cosas que nos hayan sorprendido: las actuales guerras, la pandemia, el Brexit, algunos resultados electorales, la indignación, ciertos atentados terroristas, el #MeToo, la magnitud del cambio climático, la crisis económica…
Tengo la impresión de que vivimos en una gigantesca distracción colectiva. La agitación, personal y colectiva, puede ser una gran pérdida de tiempo. Acertará en el futuro quien no se someta ahora al capricho de la atención pública y sea capaz de conceder importancia en el presente a cosas que tal vez solo sean incipientes, a las tendencias de fondo, a lo latente.
El filósofo Theodor Adorno formulaba el imperativo del buen contemporáneo en que hemos de mantener viva la conciencia de que, en medio de la ostentación y el alboroto, “algo falta”. Esta divisa se basa en el presentimiento de que la clave que podría explicar lo que realmente nos pasa, los verdaderos protagonistas de la historia, los espacios en los que se está procediendo a los verdaderos cambios sociales no se encuentra en el horizonte establecido de visibilidad y vigilancia.
El oficio de profeta está desacreditado, pero quien se limita a registrar los hechos tampoco nos será de mucha ayuda, porque en una sociedad acelerada necesitamos de buenos contemporáneos que, en la academia, en los medios, en la política y en los más diversos oficios, vean las ausencias, escuchen los silencios, señalen las carencias y se adelanten a lo que podría suceder.
Daniel Innerarity es Catedrático de Filosofía Política, Universidad del País Vasco (UPV) e Instituto Universitario Europeo, Florencia.
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