Donde se mire existe una percepción de procesos globales que se descontrolan y aceleran como si no hubiera tiempo o habilidades para administrarlos. En un extenso texto en Foreign Affairs el asesor de seguridad nacional de Estados Unidos, Jake Sullivan, un histórico de Joe Biden que los argentinos comienzan a descubrir, advierte justamente sobre el riesgo de inmovilidad frente a las dos crisis más agudas del momento, Oriente Medio y Ucrania.
Un comportamiento que constataría que el poder regresa a épocas que lo definían por sí mismo y no por la legitimidad. El terrorismo de Hamas es una expresión de Irán, pero esencialmente de aquella lógica de poder. Del mismo modo, la agresión de Rusia sobre Ucrania se descubre, si nada lo impide, como el umbral de un asalto sobre el vecindario europeo de Moscú.
Lo que Sullivan pretende identificar son los contornos de un mundo diferente y en peligro, con amenazas significativas y debilidades propias que, más que nunca desafían el lugar histórico de Estados Unidos.
Esa es su preocupación por encima de las objeciones sensatas a la potencia, que descarta. Por eso también en su discurso a los israelíes del 24 de octubre, Biden describió correctamente el escenario después del ataque terrorista del 7 de octubre como "un punto de inflexión”. Sullivan también acierta al unir esos dos focos en una misma lente. Son incidentes que desbordan las coyunturas.
Un soldado israelí sube a bordo de un APC (transporte de personal armado) armado en el sur de Israel, cerca de la frontera con la Franja de Gaza. Foto AFP
EE.UU. conoce esas sombras porque en gran medida perdió la legitimidad del poder en Irak y Afganistán por citar los casos más cercanos. Sullivan, uno de los funcionarios más formados del gabinete de Biden junto al canciller Antony Blinken, prefiere reconocer el fallido de su país de haberse involucrado en grandes guerras y justificar la salida a los tumbos de Kabul como una huida a cualquier costo antes de que esa trampa se cerrara completamente y amarrara cierta autonomía norteamericana.
Pero lo que importa es el tono de alerta que esgrime y dónde coloca la mirada. EE.UU. confronta posiblemente el momento más complejo de su historia. Lo desafía una creciente inestabilidad por el ensanchamiento de los espacios mundiales no bendecidos como diría Robert Kaplan. Un fenómeno que se refleja en la irrupción de extremismos de toda índole, miopías ultranacionalistas como la que disparo la guerra en Europa, y un sur mundial sumergido en crisis que oscurecen el sentido democrático de esos pueblos.
Por encima de todo, es esta la primera vez que lo reta un competidor equivalente y a la vez interdependiente, lejos de lo que fue el duelo de la Guerra Fría con la extinta Unión Soviética. Triunfar hoy sobre China configuraría una derrota para EE.UU. Pero la convivencia requiere un balance que suele estar ausente y desdeña al realismo.
El cuadro de pesadillas se completa en casa, en la descripción precisa de The Economist, de “una política doméstica plagada de disfunciones y de un Partido Republicano cada vez más aislacionista”.
La alternativa de una victoria de Donald Trump el próximo noviembre es un hecho muy probable. Parte de su significado geopolítico se advierte ya con la renuencia republicana a sostener a Ucrania, diferenciando esa tragedia del drama de Oriente Medio. En el duelo que experimenta Kiev no se define solo una cuestión entre dos países, un agresor y la víctima. Es un comportamiento que testea el vigor de las líneas rojas universales. No es lo que ve Trump, ni lo que gerenciaría un EE.UU. bajo su mando.
Interna regresiva en EE.UU.
Por eso el mensaje de Sullivan se dirige tanto hacia los aliados como a esa interna doméstica regresiva que habilitaría el retorno de un gobierno transaccional populista. “El pueblo norteamericano reconoce a un matón cuando lo ve”, escribe casi en tono de campaña. Habla de Vladimir Putin, aunque claramente no solo del zar ruso.
“Entienden que si se retirara el apoyo de EE.UU. a Ucrania, no sólo pondría a los ucranianos en grave desventaja mientras se defienden, sino que también sentaría un precedente terrible, al alentar la agresión en Europa y más allá. El apoyo estadounidense a Ucrania es amplio y profundo, y perdurará”, añade enfocando a los aliados de Washington que no aciertan a qué atenerse. Ese más allá es China, con Taiwán donde hay elecciones tan pronto como en enero y las fuerzas independentistas aparecen como favoritas.
La noción de elevar a esos mismos niveles estratégicos la nueva crisis de Oriente Medio encierra un sentido común global. EE.UU. apela a una fórmula para desbaratar ese desafío que respaldan también la ONU y la UE, pero no la dirigencia israelí enredada en un duelo de extremismos a un lado y otro del crónico conflicto con los palestinos.
Ex presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Foto EFE
De Biden hacia abajo, el gabinete norteamericano impulsa una salida de dos Estados, fórmula que detesta la actual dirección política israelí. La noción de un gobierno palestino, aunque demore en instalarse en Gaza y Cisjordania, moderaría la narrativa extremista en el vecindario; las masas musulmanes verían una victoria propia en ese avance y se expandiría gradualmente el realismo que ya existe entre los liderazgos regionales respecto a la interacción con Israel.
El valor y necesidad de esas mutaciones se advierte con algunos gestos extraordinarios. El reino de Arabia Saudita, que tiene en suspenso un acuerdo tan histórico como complejo con Israel, y que ha labrado otro también de enorme significado con Irán, le propuso a su viejo enemigo persa una cooperación binacional edificada con inversiones que alivien su economía desencuadrada debido a las sanciones.
A cambio, revelaba Bloomberg, la República Islámica debería impedir que sus aliados regionales conviertan la guerra entre Israel y Hamas en un conflicto más amplio que distorsione el sendero de acumulación que trazan estos jugadores capitalistas.
La mirada saudita en Irán
El reino busca desmontar el riesgo de un descontrol que crecería si Irán asume que el desarrollo de la crisis le genera una renta política superior para su supervivencia. Pero es lo que suena más probable. La potencia persa está en total desacuerdo con la expansión de la influencia de los sauditas, de Israel, el gobierno palestino y del propio EE.UU.
Militares ucranianos de un equipo de caza con drones muestran a los medios de comunicación una parte de un dron ruso pintado de negro. Foto AFP
Solo sería aceptable esa mudanza si el platillo de su balanza se fortalece significativamente. Hay una explicación. Las deudas sociales están en la base de las protestas que, con el pretexto del velo, amenazaron como nunca antes al régimen de los ayatollah. La guerra en Gaza apagó esas protestas, pero es una cura efímera: las circunstancias internas no han cambiado. .
La distensión de marzo entre Riad y Teherán, mediada por Beijing, que recuperó las relaciones diplomáticas tras siete años de ruptura, fue consecuencia de esas urgencias y del interés de la corona saudita para proteger su multimillonario plan de transformación económica, conocido como Visión 2030. Un programa de inversiones en el vecindario en proyectos de gas y petróleo que ahora también peligra.
Esa iniciativa involucra a Israel, también a los persas y postula la necesidad de un Estado para los palestinos que desactive la interferencia en los negocios que genera el conflicto. Así como la guerra, la paz también es producto de intereses.
Irán es un aliado y protector de los hutíes de Yemen que combatieron por años contra intereses sauditas. Ahora opera una tregua que debería convertirse en una détente definitiva. Es uno de varios tableros que requieren ser cerrados para edificar aquella alternativa. El ataque de Hamas fue una bomba bajo ese escenario. No la única de muchas, no solo explosivas, que laten ominosas en este frágil presente mundial.
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