Un muerto flotando en el río de la inundación

Rígido pero serpenteando por las calles anegadas de Valentín Alsina, un muerto flotaba en las aguas turbulentas.

La lluvia arreciaba y el subdesarrollo conurbano febrilmente irrumpía en esa líquida desmesura de la inundación que es una peste.

El muerto llevado por la corriente sucia flotaba por las calles no liberadas de tanta demagogia histórica.

Avanzaba al ritmo profundo de los innumerables fracasos argentinos convertidos en ese instante, como en tantos otros, en desastre pluvial.

Aquí los muertos se mueven.

No son alucinaciones.

Un torrente de ineficiencias y abandonos los transporta, y la deriva argentina los lanza a la aventura de los extintos nacionales, que caen electrocutados. Aquí por la lluvia, en Rosario por el narco -no solo en Rosario- en los setenta por la locura y el terror, y luego por la Dictadura y luego en la discusión teñida de subjetivismos militantes sobre el número de los desaparecidos, en la pandemia por la politiquería rentada que postergó vacunas, y en todas partes por la inseguridad galopante.

Y así, los extintos son monitoreados por los celulares ahora, y profanados en debates burdos y a veces absurdos, y apaleados por la gran desventura de un país que no se lleva nada bien con esa conversión de las metrópolis en necrópolis ambulantes.

El muerto de Valentín Alsina ya estaba muy muerto, pero vívido en las pantallas. Era a la vez objeto de la licuefacción trepidante de las noticias y pasará al olvido como todo.

Todo pasa y todo queda.

Aquí vale y no vale Heráclito: “No podrás bañarte dos veces en el mismo río, porque todo cambia”.

Cambia todo y no cambia nada.

Hay un mismo río petrificado en las disputas retroactivas, en la intención momificada de impedir toda mutación hacia un futuro más amable, en la vulgaridad de las proclamas vacías, en los disparates que nos abruman hasta la anestesia de una sociedad que ve pasar un muerto moviéndose en la desgracia del abandono, y apenas se conmueve.

Pero no.

Es así y no es así.

Hubo vecinos que salieron al rescate (que no pudo ser) de ese cuerpo como una nave fantasma que iba sin timón tras la hora de su muerte.

Se le acercaron, cuentan, lograron tomarle el pulso que ya no latía y hubo intención de ayudar.

Hay solidaridad entre tanto flagelo.

Pero los bomberos y la policía demoraron horas en llegar, según señalan los vecinos.

Llegaron con un salvavidas, que no salvó en ese caso vida alguna, sino que quitó a un difunto de su azaroso trayecto final.

Aquí el concepto de Modernidad líquida del filósofo Zygmunt Bauman no aplica en realidad.

No hay modernidad, y nada se licua en mutaciones sucesivas.

Todo permanece.

El muerto circulaba raudo sí, sobre la liquidez acuosa suburbana, pero ya no circulaba existencialmente a ninguna parte.

Quedó embalsamado en sus imágenes en su aparente movimiento, que era una inmovilidad irrefutable.

Hay muchas causas que determinan esa inmovilidad social perenne

Hay espantosas convicciones. Un senador calificó de “chiquito que andaba en pantuflas” al sicario abrumador del playero liquidado en Rosario en un segundo.

Bruno Bussanich, el playero, también navega el río de los muertos que zarpan a la muerte víctimas de la oscuridad mental de cierta clase dirigente, del crimen propagado, y de la complicidad por ideologismos que se condensan en el oprobio dogmático enunciado por el senador Marcelo Lewandowski.

Olvidando a Bussanich y a su familia atravesada ahora por la sangre y la infamia, y considerando al asesino una víctima, el

parlamentario representó una vez más esa inversión de todos los valores que inunda el río luctuoso de un país tan castigado por la insensatez.

Se desmanteló el cielo con las lluvias, pero permaneció inmovil la obstinación de un sector ciego ante la tragedia. Hay una decrepitud enquistada en los muelles antiguos a los que se atan las barcas fúnebres de los encomenderos del fanatismo, de la corrupción, y de la escenificación política de la justificación de la violencia mortal.

“Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue

siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos…Ahí estábamos, por irnos y no”

Es el comienzo de “Zama”, ese texto inmortal de Antonio di Benedetto que dedicó su libro “A las víctimas de la espera”.

Todos esperamos.

El mono muerto que iba y que venía aguardando sin aguardar en vano, “por irse y no” es cada uno de nosotros, víctimas de la espera.

El cadáver flameando en los ríos artificiales de Valentin Alsina, surgidos de sumideros tapados de indolencia, de calles sucias, y de proclamas mentirosas de revoluciones perdidas ya hace tiempo,

estaba aparentemente vestido con matices oscuros y “lucía”, yerto unas zapatillas con ribetes blancos.

¿Cómo se vistió antes de morir? ¿Qué pensó antes, cuando ignoraba su destino final a merced de todos los remolinos tramposos que siempre están por irse y no.

Estamos aquí, todos aquí. Esperando partir hacia horizontes más benévolos, con la esperanza de no morir esperando en vano, aún con la pretensión de limpiar de males las aguas desalmadas que nos ahogan tanto.

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