Elecciones en Cataluña: la muerte súbita del independentismo

El desmoronamiento de la mayoría independentista catalana era como una muerte anunciada. Ciertamente, la torpeza y brusquedad del Estado en su respuesta a la ingenua –aunque no inocua– performance soberanista de octubre del 2017 podía haber retrasado aún más ese fatal desenlace. Pero, al final, el estrés que provoca en cualquier sociedad democrática una intentona secesionista que no cuente con un apoyo inequívoco, se acaba pagando muy caro en términos electorales. Sobre todo si el único desenlace posible es la derrota y sus promotores se empeñan en mantener el mismo relato. Ocurrió en Quebec y va camino de repetirse en Escocia, donde la autodestrucción del secesionismo escocés avanza a marchas forzadas

En el caso catalán, el derrumbe de la mayoría parlamentaria independentista ha tardado siete años y dos legislaturas. En Quebec fueron también dos legislaturas y ocho años. Pero los efectos de la extraordinaria fatiga que dejan los procesos soberanistas son siempre los mismos. Por un lado, agravan la división en torno a un irresoluble dilema identitario; por otro, generan amargura y frustración entre quienes llegaron a creer que las fantasías pueden hacerse realidad a coste cero. Y estas son las consecuencias: aumento de la desafección y la apatía (con visibles caídas de la participación electoral) y, finalmente, la pérdida del poder de quienes temerariamente pusieron en marcha un proceso condenado al fracaso.

Los resultados del 12 de mayo reflejan a la perfección ese declive del independentismo. La participación creció el 12-M en más de 260.000 votantes con respecto a los anteriores comicios del 2021. Sin embargo, el independentismo en su conjunto ha perdido cerca de 100.000 papeletas. Y, paralelamente, las fuerzas contrarias a la independencia han sumado más de 300.000 sufragios.

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Todas las intentonas secesionistas fracasadas acaban devorando electoralmente a sus impulsores si estos no cambian de objetivos

Ahora bien, si las cifras se comparan con las del 2017, los efectos y la magnitud del derrumbe independentista asoman en toda su crudeza. No es solo que la participación siga muy por debajo de aquel récord dramático (79%). En realidad, el 58% del 12-M –pero sin incluir el voto exterior– se transformará fácilmente en una participación por debajo del 55% cuando se compute también el censo de residentes ausentes; es decir, un porcentaje en la franja baja de la participación histórica. Y esa abstención se ha tragado en los últimos siete años más de un millón de votantes (y algo menos de un millón si la comparativa se realiza con los comicios “plebiscitarios” del 2015, o hasta medio millón con respecto a la cita del 2012).

El otro impacto de la imprudente apuesta independentista –y de su perseverancia en el terreno retórico, sin la menor autocrítica– es la propia autodestrucción de sus promotores. El conjunto de fuerzas secesionistas ha cedido más de 700.000 electores con relación a la polarizada cita con las urnas de hace siete años y 600.000 si el contraste se realiza con las “plebiscitarias” del 2015. Y el resultado en términos relativos es otra cifra cercana al récord negativo: el independentismo reunió el domingo poco más del 43% de los sufragios emitidos (tres puntos por encima de los registros de 1980, los peores del nacionalismo catalán pese a la victoria de Jordi Pujol). Ciertamente, Junts ha salvado los muebles a costa de vampirizar políticamente a Esquerra, pero desde 1980 el espacio soberanista nunca había descendido por debajo del 45% del sufragio.

El futuro

Con vistas al futuro, vale la pena recordar que los soberanistas del Parti Québécois volvieron a perder el poder casi dos décadas después del referéndum del 95, cuando propusieron una nueva consulta. Y desde entonces siguen hundidos en la oposición. En el caso de Catalunya, el empeño del independentismo en los mitos soberanistas, con el referéndum como receta mágica, ha generado otro récord negativo: en el conjunto del censo, los votantes independentistas suponen ahora un 25% del electorado, frente al 37% del 2017 (o al 33% de algunas elecciones anteriores al procés ). Por lo tanto, con estos mimbres no parece muy sensato obsesionarse con una consulta, para perderla tras someter a la sociedad catalana a un nuevo test de estrés.

El candidato socialista, Salvador Illa. Foto: BloombergEl candidato socialista, Salvador Illa. Foto: Bloomberg

Finalmente, las secuelas del procés han modificado también la fisonomía del campo contrario. La victoria de Salvador Illa no puede ocultar dos derivadas relevantes. Por un lado, las fracturas identitarias del ensayo secesionista (y sus inevitables paliativos) han elevado el voto españolista en Catalunya hasta cerca del 20% (y más allá de los 600.000 electores). Es decir, cuatro puntos por encima de los comicios del 2010, justo antes del estallido del procés.

Y el otro fruto de la implosión del nacionalismo catalán tras el fiasco del 2017 es la aparición de una ultraderecha de filiación catalanista, con la bandera de la inmigración como conflicto, en línea con otros nacionalpopulismos. A partir de ahí, si algunas fuerzas políticas no se reconcilian con la realidad, la alternativa podría ser un paisaje políticamente en ruinas.

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