A veces tenemos que sembrar lágrimas para cosechar alegrías
Es un placer recibirlos en esta columna, cuyo título es una frase bíblica. Hay sacrificios que valen la pena, y creo que todos compartimos la ilusión de que por los esfuerzos que estamos haciendo como sociedad podamos cosechar, esta vez, mejoras en nuestra calidad de vida.
Estoy convencido de que la ciudadanía contrató con su voto al actual Poder Ejecutivo para resolver dos cuestiones básicas: terminar con la inflación y con la inseguridad. Y creo que va a evaluar su gestión de acuerdo con la evolución de esas dos variables. Creo que este contrato social no está basado en las opiniones sobre el matrimonio, sobre el aborto o sobre las relaciones regionales. Tampoco con las formas de quien gobierna.
Con los niveles actuales de inflación e inseguridad se hace imposible la convivencia, y hay ciudadanos que prefieren marcharse a buscar otros horizontes.
Creo que el debate sobre la inflación está en marcha. Para el Poder Ejecutivo, la inflación es producto de los desajustes fiscales y monetarios (yo comparto esta opinión). Ante el gran déficit fiscal, los gobiernos emiten para financiarlo y esa emisión de dinero genera más dinero con menos bienes y, por lo tanto, una megapuja de precios.
El Gobierno decidió cortar de cuajo el déficit y con ello, también la emisión monetaria. Es de esperar entonces que la inflación esté bajo control, obviamente con costos colaterales, como la recesión o la pérdida de empleos. Pero no pidamos que en cinco meses se resuelvan los desajustes de los últimos 30 años.
Comparaciones
Es lógico que todas las comparaciones microeconómicas con respecto al año anterior sean malas, no solo por la pérdida del poder adquisitivo del salario, sino también porque se compara el momento actual con uno en el que hubo ventas exageradas, porque la gente compraba más y se sobre stockeaba para escaparse de los pesos y, de esa manera, adelantaba consumo.
El segundo mandato es el de resolver la cuestión de la inseguridad jurídica y física. No hay “inversiones” de calidad sin seguridad jurídica, y no hay “inversores” si no hay seguridad física.
Cuando se buscan los motivos por los cuales los países se desarrollan y logran darle mejor calidad de vida a sus ciudadanos, sin dudas uno se encuentra con que la principal razón es la convicción de que todos somos iguales ante la ley. Ojalá eso empiece a pasar en nuestro país.
En las naciones donde la inversión extranjera y la inversión local llega a representar más del 20% del producto bruto interno (PBI), se respeta la propiedad privada como un vector de convivencia. En esos países, si hay un conflicto entre un acreedor y un deudor, entre un propietario y un inquilino o entre un empleador y un empleado, la justicia dirime según quién tenga razón.
En los países con escaso respeto a la propiedad privada, como el nuestro, generalmente se falla en contra del emprendedor. Por eso, en la Argentina pocos inversores quieren asumir el riesgo con un horizonte de largo plazo.
Por la misma razón es perjudicial cuando grupos empresariales (generalmente amigos del poder) vetan iniciativas destinadas a mejorar o a fortalecer la competencia. Se generan monopolios y el consumidor queda obligado a pagar el precio que garantice la rentabilidad del prebendario. Justifican que con este tipo de reglas estatales ganan dinero, pero, ¿de qué sirve ese dinero si luego lo tienen que gastar en protegerse físicamente o en ver cómo se alejan sus hijos?
Lo mismo ocurre con la corrupción: el perjuicio no es solo lo que se roba, sino lo que se podría haber hecho con ese dinero.
¿Tiene sentido que una persona tenga 2000 autos y no termine las obras por las que cobró adelantos que salieron de los bolsillos de los contribuyentes? Calcule el incremento del comercio interno y el abaratamiento de costos para las empresas si las rutas hubiesen sido terminadas. Mucho más aún, las vidas que no se habrían perdido si las obras de infraestructura se hubieran concretado.
El poco respeto por honrar nuestros compromisos explica por qué aún hoy la Argentina tiene un riesgo país superior al de Ucrania, Sri Lanka o Nigeria.
Pero la seguridad física también ocupa un rol fundamental en las decisiones de inversión. Entiendo que esa es la columna vertebral de la gestión del actual gobierno.
Muchos analistas especializados sostienen que el verdadero costo de la inseguridad puede llegar a representar entre el 10% y el 20% del PBI anual.
Uno de los principales problemas por los cuales muchos emprendedores no piensan en crecer es la inseguridad.
Los robos constantes obligan a reponer continuamente los artículos robados para satisfacer la demanda de los clientes. ¿Cómo hará frente un comercio a este déficit? ¿Contratando seguridad privada? ¿Trasladando el costo a todos los productos? ¿O simplemente se resignan y cierran? No tener seguridad o no castigar el delito es un incentivo perverso.
Un buen ejemplo es el que dio Manuel Vélez, coordinador de Asuntos Especiales en México, quien publicó un excelente resumen para medir el verdadero costo del delito. Millones de pesos que los hogares y las empresas destinan para anticiparse a la ocurrencia de un delito. Otros tantos millones perdidos a causa de asaltos, pago de rescates, extorsiones consumadas, mercancía robada, entre otros hechos de delincuencia. Además, debemos integrar a estos costos los millones de pesos que se destinan para que el sistema de justicia penal y de seguridad pública opere con regularidad. Y ya ni pensemos en costos menos visibles, como inversiones no realizadas o efectos de largo plazo en la economía y en la convivencia social. Se gasta más en rejas de protección que en productos para vender.
Quién paga la cuenta
Conclusión: al final, ¿quién paga la cuenta de esos costos ocultos? Por la mala administración de los costos ocultos de las decisiones que tomamos, ya sea como individuos o como sociedad, tarde o temprano nos va a llegar una factura, pero lo más injusto es que mayoritariamente esa cuenta la terminará pagando alguien a quien seguramente no le correspondería hacerlo.
¿Acaso los jubilados de hoy, los que aportaron una parte de su esfuerzo a lo largo de su vida, no son los que pagan la cuenta de un gasto innecesario, realizado por demagogos solo para ganar elecciones? Y lo más injusto es que estos demagogos cobran hoy jubilaciones de privilegio.
¿Acaso el trabajador de hoy no tiene que pagar el doble de aportes por el despilfarro de las organizaciones que decían representarlo? ¿Acaso el contribuyente de hoy no tiene que pagar el doble, sin recibir las contraprestaciones debidas?
La educación y las buenas conductas comunitarias no solo son más baratas e igualitarias, sino que siempre, en el tiempo, son más efectivas. Si las instituciones no ocupan su lugar y, en cambio, dejan de representar y contener a una sociedad, ese lugar será ocupado por otros, y esos otros siguen un orden distinto, precisamente fomentando y viviendo de esa inseguridad.
Aunque cueste lágrimas, si no superamos la inflación y la inseguridad nunca cosecharemos el bienestar.
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