Patitos en la cabeza: indicador de la degradación
Patitos en la cabeza: indicador de la degradación
Los cientistas sociales mistifican dónde está la verdad. Hasta conceptos de la académica ennoblecen al respaldar al mundo evidente, sacralizando al conocimiento vulgar. Ello ha ocurrido con la noción de episteme, palabra que suele utilizarse para señalar al conocimiento teórico-científico, indicador de verdad. Término fetichizado como opuesto al señalado cual doxa, que representaría a la vulgata, las “creencias”, las “opiniones”; aquellas nociones emergidas de una conceptualización trivial, alejada del rigor, la consistencia, la exactitud o autenticidad.
Episteme posee etimológico origen en Platón, quien le adjudicó el significado de “conocimiento justificado como verdad”, asociándolo a “conocimiento” o “ciencia”. Ahora, si el sociólogo coloca en duda que ninguno de los dos planos logra abstraerse de su entramado epocal, del contexto social que atraviesa a una época, estaría rompiendo venerados supuestos de un construido sentido común.
Existe una realidad binaria que cotidianamente alimenta y degrada irremontable los hechos, las cosas, los procesos, los acontecimientos. Y viene de largo: atravesó todo el siglo XX y nos llega al mundo de hoy. Pareciera que viene a decir un disparate. ¿Cómo? Si se está viviendo la era de la información, la era del conocimiento, con logros universales irrepetibles, únicos. Los momentos más efectivos, con los más audaces avances y progresos que supiera brindar la historia de la humanidad. Se llegó a Marte, estamos hiperconectados. Cuando la Revolución Científico-Tecnológica, que tuvo su inicio a fines del siglo pasado, precipitó una época de despegue y estados civilizatorios inéditos como jamás se conocieron. Cuando los alimentos llegan a la población como en ningún otro período de la historia. Los niveles de alfabetización y educación alcanzan parámetros insuperados. Y los registros de salud resultan inestimables, como cuando la pandemia.
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Y a pesar de todo este inmenso y fatuo optimismo universal, “algo huele mal en Dinamarca”. No advertimos una guerra cultural, donde la lucha por la conciencia social y la ampliación de las fronteras del conocimiento se han vuelto esenciales al reafirmar que sólo el conocimiento y el estudio profundo de los planos político, ideológico y filosófico, son la única salvación para una vida social consciente.
Que la compra de esos patitos, para colocarlos sobre nuestras cabezas, sea esa boga de último momento, y que resulte irrefrenable; que los chicos más chiquitos lloren empacados por la compra de ese sombrerito que les dé dique, frente a sus amiguitos, de que ellos están a la moda, resulta una evidente degradación de la significación social a la que supo arrastrarnos la indiscriminación del consumismo dominante a partir de los estímulos disparados por un irrefrenable estado de irreflexión acrítica, que nos ha llevado a una degradación.
Realidad derivada de una ampliación de los mercados a partir de una hiperproducción de valores de cambio, insuflados por una obligada asociación al consumo de valores de uso, las mercancías, alimentados por una compulsión, que son los indicadores de los niveles de irreflexión dentro de los cuales se está viviendo.
Cuando nuestro interlocutor nos saluda, “¿cómo estás?”, y la respuesta inexorable es “todo bien”, sin mayor meditación, resulta ser algo mucho más profundo que una comunicación ritual propia de las ceremonias de la convivencia social. Resulta ser el síntoma de una degradación de nuestras narraciones, donde se ha perdido el grueso de nuestros deseos de comunicar algo trascendente. Una verdadera denigración de cualquier concepto que se pueda entender como comunicación.
Estar informado resulta ser el adormecer de individuos que olvidan toda responsabilidad política y social, entumecida dentro de una serie de liturgias estereotipadas que resultan incapaces de sobrevivir al frenesí de sobreinformación desinformante con que la vida cotidiana nos avasalla y que refleja la sintomatología de una decadencia en los vínculos sociales desde una declinación cultural. Y no es el producto de nuestra vida presente de la Argentina; basta con ver al mundo Occidental.
Los patitos no son más que un síntoma. Jacques Lacan le adjudicó a Karl Marx el descubrimiento del concepto. Cuando Sigmund Freud no recomendó ungüentos o masajes para el tratamiento de la histeria de conversión de sus pacientes y las hizo hablar, estaba tratando un signo objetivo, entendió que debía buscar una etiología mucho más profunda para revertir esa condición subjetiva del síntoma por sobre ese signo clínico objetivo.
El atajo para abordar de manera tan externa la vida social, con simplificaciones que desconocen –o destruyen– los avances culturales, es el síntoma de lo arbitrario, subjetivo y absurdo de los comportamientos humanos a la búsqueda de superar la amenaza de la anomia, la incertidumbre, el miedo, la soledad, y que también la Academia resulta cómplice, al evaporarse la razón, la memoria, la verdad. Se ha perdido el equilibrio, la capacidad y densidad analítica, el pensamiento comprometido. Se ha renunciado sometiéndose a un insuflado sentido común que indiscrimina lo urgente, lo secundario, lo principal, lo fundamental.
Y esto no ha nacido ayer. Los sistemas binarios de análisis de buenos y malos estuvieron siempre, pero se han potenciado con las guerras, la militarización y la incidencia de los servicios de inteligencia en la comunicación, la Guerra Fría, la concentración monopólica de los sistemas de información y comunicación a través de la mirada angloamericana. De la insuflada polarizada confrontación entre “mundo libre” y “cortina de hierro”, de libres y esclavos, de un mundo que simplifica naturalmente resultando su producto una mecanización automática, asociado a graves síntomas de una profunda pérdida en la significación social por el empobrecimiento de las categorías y los procesos de análisis.
Siempre es más cómodo apoltronarnos en una zona de confort en la simplificación. Aun cuando venga a señalar una declinación de proporciones inéditas, atravesada a partir de un instrumentar un individualismo que renuncia a la convivencia social. El otro resulta ser un enemigo. Alguien sospechable del cual se debe desconfiar. Una resocialización individualista que somete a un universo que se encuentra empobrecido, cebado en su irracionalidad. De allí que haya caído en tamaña proporción la significación.
Debieran existir interpretantes críticos que se encuentren en condiciones de valorar de manera reflexiva lo que están viviendo. Pero, cuando la aceleración y el consumismo resultan un negocio, nadie duda sobre qué está diciendo ese supuesto comunicador de la tele o tal presentador de noticias acomodadas por la producción del canal de cable. Para colmo, la vorágine la establecen las redes sociales, los smartphones, la inteligencia artificial o los algoritmos. Nadie cuestiona que, cuando digo en voz alta Villa Gesell, al instante en el celular llega la oferta de “viaje a la costa, oferta irrepetible”. Nadie cuestiona al “tome el teléfono y llame ya” de los espacios comerciales televisivos.
El capitalismo digital nos ha arrastrado a un estado de irreflexión cuya vorágine impide el pensamiento crítico y cualquier capacidad reflexiva. La dinámica social ha adquirido lo que ochenta años atrás nos habló la Escuela de Frankfurt al anunciar la irrupción de la industria cultural y la racionalidad instrumental, o un Max Weber que nos predijera el desencantamiento social, o Herbert Marcuse, condenando al “hombre unidimensional”. Los patitos en la cabeza, síntoma degradado de una precipitación irreflexiva que ha llevado a renuncia al zoon politikón aristotélico, a que en todo hombre existe un obligado animal político comprometido con su vida social. De lo contrario, todos seremos idiotas, en el sentido de aquella lectura de los griegos carentes de ciudadanía, incapaces de asumir la rex-pública, la cuestión que amalgama una vida en sociedad comprometida con valores en común.
*Doctor en Ciencias Sociales, profesor consulto titular en Sociología de la UBA.
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