Medio siglo sin Perón: legado de un fenómeno singular


El lunes se cumplen 50 años del fallecimiento del general Juan Domingo Perón, figura emblemática e influyente de la historia argentina. Una buena excusa para reflexionar sobre algunos de los atributos más destacables e imperecederos de Perón y del peronismo. ¿Qué tiene este movimiento de peculiar? ¿Qué aportó a nuestro acervo en términos de valores o de cultura políticos? Especulando, y considerando que transitamos una etapa en la que están en crisis las identidades políticas tradicionales, ¿qué perdurará de su legado luego de esta reformulación sistémica?

Comparativamente con otras formaciones políticas del país y del mundo, es posible “desargentinizar” algunos de sus elementos más polémicos o conflictivos. Junto con Getulio Vargas en Brasil, la conformación del PRI en México (con la impronta de Lázaro Cárdenas) y, en menor medida, Carlos Ibáñez en Chile o Juan Velasco Alvarado en Perú, los protagonistas centrales en el surgimiento y consolidación de fenómenos políticos de masas, predominantemente urbanos y con una concepción estatista del poder, fueron caudillos militares. Mirando nuestro desarrollo histórico, algunos aspectos están presentes en los regímenes liderados por Rosas o Urquiza, pero, como señaló Tulio Halperín Donghi, la figura de Perón se vincula al molde de “líderes militares constructores de naciones” que en nuestro país encarnaron Julio A. Roca y Agustín P. Justo con una concepción “Estadocéntrica”, usando el concepto de Marcelo Cavarozzi. Y que, antes, había delineado Bartolomé Mitre.

Lo que distingue la experiencia peronista es haber promovido la consolidación del sindicalismo como un actor social fundamental, redefiniendo el balance de poder con implicancias que llegan hasta el presente (fue imposible avanzar en la privatización de Aerolíneas Argentinas en el contexto de la Ley Bases). En parte como consecuencia de lo anterior, pero por una decisión también política, el peronismo reforzó los mecanismos de movilidad ascendente y los componentes igualitaristas de nuestra tradición política, establecidos gracias al contundente éxito del orden conservador y la expansión de la ciudadanía política que permitió la ley Sáenz Peña y que explica el triunfo del radicalismo en 1916. Esto se institucionalizó mediante políticas que mejoraron la distribución del ingreso y profundizaron las migraciones hacia grandes centros urbanos en el contexto de un fomento a la industrialización sustitutiva de importaciones. El voto femenino, que luego de casi medio siglo de militancia feminista se consagró en las elecciones del 11 de noviembre de 1951 (la ley 13.010 fue promulgada el septiembre de 1947) y la carismática y divinizada figura de Evita, tal vez más influyente hoy que la de su marido, constituyen otros dos pilares de este fenómeno político y cultural.

Javier Milei argumenta que la decadencia argentina comenzó “hace 100 años” (cuando gobernaba uno de los presidentes más liberales y comprometidos con la estabilidad económica de nuestra historia: Marcelo T. de Alvear). Sin embargo, un gran número de observadores y analistas le adjudican al peronismo una cuota notable del frustrante recorrido económico, político y social de las últimas décadas. Si aplicamos un criterio histórico y comparativo, surge que sufrimos muchos episodios de crisis financieras e inestabilidad política (como la crisis de 1890) o incluso golpes militares (1905) con mucha antelación a la llegada de Perón al poder. Más: si bien fueron empoderadas y crecieron en importancia y escala, las organizaciones sindicales tuvieron un desarrollo previo al peronismo, con influencias como las del socialismo, el sindicalismo de origen “soreliano” (autónomo de la política partidaria), el comunismo y el anarquismo. A propósito, la violencia política (de grupos de la sociedad civil, como los anarquistas o la Liga Patriótica, o bien parapoliciales o incluso estatales) y la manipulación electoral reconocen raíces muy profundas tanto en el nivel nacional como en el provincial. Basta recordar el asesinato de Ramón Falcón (1909), el primer pogromo en la Argentina (la Semana Trágica, 1919) o el sangriento episodio represivo de trabajadores en la Patagonia (1920-22).

El “fraude patriótico” fue flagrante antes de 1916 y luego de 1930. Y si alguien cree que el clientelismo es un invento del peronismo, debería revisar las críticas de Alberdi y Sarmiento a los mecanismos de movilización compulsiva de Rosas o los durísimos editoriales del periódico socialista La Vanguardia sobre los partidos conservadores, en especial el radicalismo. De todos modos, fue a partir del vacío de poder generado por la muerte de Perón que el país entró en una dinámica de ingobernabilidad, violencia e irracionalidad en la puja distributiva que derivó en el brutal Rodrigazo y significó un punto de inflexión en lo que Carlos Waisman denomina nuestra “reversión del desarrollo” como nación.

Rudiger Dornbush y Sebastian Edwards demostraron que la macroeconomía del populismo en América Latina generó durante buena parte del siglo pasado una tendencia a las crisis de balanza de pagos en contextos de alta inflación por fuertes desequilibrios fiscales, proteccionismo comercial, baja tasa de ahorro e inversión y sistemas financieros raquíticos. Pero con la excepción de Venezuela, desde la década de 1980 el resto de los países lograron una mejora extraordinaria en términos de estabilidad macro, mientras que la Argentina fracasó a la hora de alcanzar umbrales mínimos de racionalidad. Nuestro país parecía haberse encaminado en la dirección correcta durante la década de 1990, liderando en cierto sentido un proceso de reformas estructurales, ¡durante un gobierno peronista! Es decir, difícilmente pueda atribuirse a este movimiento la responsabilidad en el fracaso en materia macroeconómica, aunque el gasto público, el tamaño del Estado y la irracionalidad regulatoria (en particular en materia cambiaria y energética) se multiplicaron durante la restauración populista implementada por los gobiernos kirchneristas y no pudieron ser revertidos en el interregno de Macri.

Resulta quimérico esbozar hipótesis sobre cómo se reconfigurará el sistema político luego del shock por el triunfo de Milei en las elecciones del año pasado. En buena medida, dependerá del éxito relativo de su programa refundacional. Pero pueden señalarse algunos atributos presentes en esta primera etapa de gobierno que son parte del acervo cultural del peronismo y, en menor medida, de otras expresiones de la “casta”. En primer lugar, la idea del liderazgo fuerte, centralizado, en la mejor tradición hiperpresidencialista. Milei pretende imponer “desde arriba” un conjunto de valores y prioridades, reformateando parte del ADN político nacional, como ocurre con el concepto de justicia social. Con otros ejes y obsesiones, algunos de sus predecesores, entre ellos Néstor Kirchner, parecen cortados por la misma tijera. Igual que para Perón y Menem, para Milei es fundamental la geopolítica y profundiza hasta límites insospechados la alianza con Estados Unidos, más aún que el caudillo riojano. Observando la importancia que Karina Milei le da a la construcción partidaria como instrumento electoral, perdurará el pragmatismo extremo en términos de acumulación de poder político de cara a la dimensión agonal, sobre todo para incrementar la presencia territorial. Finalmente, hay en Milei una enorme preocupación por controlar el conflicto social y domesticar la presencia callejera de actores políticos y sociales, una inquietud típica del peronismo, que buscó apaciguar las pujas entre clases con el modelo de la “comunidad organizada”.

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