Con los brazos abiertos donde quepan todos, todos, todos


El sentido de un viaje se descubre, sobre todo, al tener un propósito para hacerlo. Para san Josemaría Escrivá, el fundador del Opus Dei, esa lógica era muy nítida: vivía una misión espiritual. Toda la labor del Opus Dei en el mundo se propone ayudar, a cada persona, a descubrir que sus ocupaciones cotidianas como el trabajo, la familia, los amigos, trasladarse, preparar la comida, atender a un paciente, ayudar en la parroquia, dar unas clases o sufrir un dolor de cabeza, pueden vivirse con un horizonte que les dé un sentido nuevo: la vida cotidiana de Jesucristo en Nazaret, llena de humanidad, de servicio a las personas y alabanza a Dios.

La lógica de san Josemaría es la lógica de la evangelización. Siempre es un desafío, para quienes buscan interpretar la identidad y los proyectos de la Iglesia Católica, lograr percibir este elemento esencial de nuestra comprensión de la vida y la misión. San Juan Pablo II expresaba esa dimensión de la Iglesia como “dar el calor de la ternura de Dios” y “ser custodia de la esperanza” (Audiencia de catequesis, 7-2-2001)

Por supuesto que esta dimensión espiritual convive con la de los proyectos y actividades humanas, con las luces y sombras de la historia. Pero, si excluimos la lógica del evangelio de Jesucristo, nos quedamos fuera de las motivaciones y de los ideales que mueven a los cristianos: a san Josemaría, al cura Brochero, a Mama Antula y a cada uno de los de hoy y siempre.

Un elemento destacado de su estadía en la Argentina –del 7 al 28 de junio de 1974– es que contamos con las filmaciones de reuniones del fundador del Opus Dei con miles de personas, que le abrían su corazón buscando consuelo para sus penas, consejos para su vida o aliento para sobrellevar los desafíos de la existencia. Así fue como Luis, que se presentó como “esos que tienen estaño”, “de la barra del café” y de “corazón de barrio”, le manifestó su preocupación por no manejar un vocabulario elegante para dar testimonio de su fe. San Josemaría, declarado santo por Juan Pablo II en 2002, respondió con gracia que Luis tenía el léxico mejor para ayudar a las almas a conocer a Jesucristo: ese lenguaje de la calle que todo el mundo entiende.

Eran tiempos convulsionados en la sociedad argentina. Por eso resonaron de una manera especial sus exhortaciones a sembrar la paz y la alegría: “que no digáis ninguna palabra molesta para nadie; que sepáis ir del brazo de los que no piensan como vosotros. Que no maltratéis jamás a nadie; que seáis hermanos de todas las criaturas, sembradores de paz y de alegría”.

A 50 años de este viaje, muchas circunstancias han cambiado, pero los profundos desafíos permanecen. En el balance que invita a hacer el calendario, surge la tentación de poner el énfasis en los proyectos de relevancia social y educativa inspirados por sus enseñanzas, como el Hospital Universitario y la Universidad Austral en Buenos Aires y Rosario, el Instituto Madero en La Matanza, los colegios de formación rural de la Fundación Marzano (en Santa Fe, Saladillo, General Rodríguez, Luján o Mendoza), el Buen Consejo y Cruz del Sur en Barracas (CABA), la red Educativa de APDES en varias ciudades del país.

Sin embargo, la verdadera huella que buscaba dejar san Josemaría era en cada persona individual, en los corazones de quienes fueron testigos de su ejemplo y su palabra. En personas capaces de unirse a sus colegas y amigos para impulsar aquellas iniciativas de evangelización, pero fundamentalmente que busquen siempre aprender a pedir perdón y a perdonar, a ver a Jesús en el prójimo –especialmente en el más necesitado–, a procurar hacer de nuestras familias “hogares luminosos y alegres”, a estudiar y trabajar con responsabilidad, a cuidar a nuestros enfermos, a promover la convivencia y el respeto de los que piensan distinto, a apoyarse en la oración y a entender que para exigir el respeto a la propia libertad hay que empezar respetando la libertad de los demás.

La fuerza de este influjo continúa sin luces llamativas, como la semilla que crece y se desarrolla, hasta que da sus frutos, mezclada con nuestras faltas y mediocridades, y nuestros propósitos de recomenzar muchas veces al día. A san Josemaría le gustaba una imagen: hacer el ruido de tres y el trabajo de tres mil. Esto es particularmente cierto en la vida cotidiana de tantas personas que intentan, como mencionaba el papa Francisco hace unos años, convertirse en los “santos de la puerta de al lado” (Gaudete et exultate, n. 7). Justamente porque la santidad no significa hacer todo bien, sino procurar –con la gracia de Dios– hacer las cosas por amor: irradiar la luz de la caridad, aún con la conciencia de los defectos y las limitaciones personales. Desear “ser Cristo que pasa” en la vida corriente, en el trabajo, la familia, la parroquia, el barrio, el grupo de amigos, el club, la plaza.

Misas, procesiones y actos han recordado este aniversario. Han sido momentos de agradecimiento. También de examen interior: ese que invita a “no permanecer caído” –como gusta repetir el Papa con expresión alpinista– y a valorar el bien de los demás en nuestra propia vida. Momentos para profundizar en las palabras que san Josemaría dijo a los argentinos, con expresión contagiosa del amor de Jesús que inundaba su corazón: “Con los brazos abiertos donde quepan todos: los de la derecha, los de la izquierda, los de enfrente, los de atrás, ¡todos, todos, todos! No podemos cerrar los brazos a nadie… Nosotros hablamos de entendimiento, de cambiar impresiones para llegar a un acuerdo… pero ¿de pelearse?, ¿de odiarse?: ¡no! Dios nuestro Señor nos hace vivir la caridad y nos queremos por amor de Jesucristo, por amor de la Iglesia. Por amor de todas las criaturas”.

Sacerdote y vicario del Opus Dei en la Región del Plata

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