Adiós a Henry Kissinger, el diplomático más influyente de este siglo y el anterior
Comenzó su vida siendo Heinz, bajo el oprobio de la Alemania nazi. Emigrante refugiado a los 15 años en Nueva York, su paso por una secundaria nocturna fue la escala inicial que lo llevaría años después a los honores de Harvard.
Entre esos dos extremos, que encarnan con holgura una versión del se debe ubicar el despegue de la carrera de Henry Kissinger, el diplomático más influyente del último siglo
Inevitable y controvertido, por su eficacia supo de sobra que no necesitaba apuntar demasiado para dar en la diana de las cosas. Su desaparición cierra un ciclo largo de la diplomacia estadounidense, la que aún no ha encontrado una figura de relevo de iguales calibres. Muchos en la derecha de su país lo repudiaron por acercarse a Rusia y a China en el apogeo de la Guerra Fría.
La izquierda, en cambio, quiso juzgarlo como criminal de guerra por su fuerte aliento a las dictaduras del Cono Sur. Entre reproches y maldiciones, sin embargo, siempre tuvo el mundo exterior servido a domicilio. Y nadie podría retacearle hoy un lugar relevante como el arquitecto mayor de la política exterior de su nación adoptiva.
Nacido en la alemana Baviera en 1923, en el seno de una familia judía, tenía 15 años cuando llegó a EE.UU. un paso adelante de la persecución nazi. Nueva lengua, nuevas costumbres y un pupitre en el City College de Nueva York. Poco después, el ejército de EE.UU. aprovecharía su alemán fluido en la batalla contra Hitler. Al regreso, un intenso pasaje por la academia sellará su vida.
Walter Isaacson, en una imponente biografía de 800 páginas con acceso a documentos privados, subraya que allí aparece el urdidor de relaciones que lo llevará a la cima. Primero, funda la revista Confluence, atrayendo a jóvenes promesas como Hannah Arendt, Raymond Aron o Arthur Schlesinger. Luego frecuenta al banquero Nelson Rockefeller, que será su mentor. Sus condiscípulos –dice Isaacson- reconocen su “brillo”, pero rechazan su personalidad “arrogante y abrasiva” con una pizca de paranoia que se agudizará con el tiempo.
Henry Kissinger con Le Duc Tho, uno de los lideres del Vietcong AP
Su primer gran suceso profesional vendrá luego como director de un grupo de estudio en el Council on Foreing Relations de Nueva York, del que saldrá en 1957 el primero de una veintena de libros, “Armas nucleares y política exterior”, en el que rechaza la doctrina de la retaliación masiva –una teoría en boga entonces- y defiende “una guerra nuclear limitada”. El libro lo convirtió en una celebridad y, pese a su materia árida, fue un best seller.
El Council acaparó las regalías y Kissinger logró todo el crédito, su objetivo estratégico: con carnet demócrata, fue enseguida asesor del gobierno de Kennedy; y más tarde consultor para Rockefeller, el patricio de los republicanos.
Hay más de una versión sobre cómo llegó a la Casa Blanca. Algunos –Kissinger mismo, en su autobiografía “White House Years”- dicen que lo llamó Richard Nixon. Pero Stephen Ambrose, biógrafo del presidente en “Nixon, el triunfo de un político”, tiene una historia diferente.
Según ella, tras visitar Vietnam en 1965 como asesor demócrata, Kissinger participó en 1968 del diálogo de paz en París. Y entonces dio la primera señal pasando información sensible en forma confidencial a la campaña de Nixon, quien temía que un éxito del gobierno de Lyndon Johnson lo arruinara en las elecciones por la presidencia.
”Quienquiera que fuese el nuevo presidente, Kissinger quería ser su asesor de política exterior”, dice Ambrose. El doble juego tuvo éxito y Kissinger entró al gobierno del triunfante Nixon en 1969, primero como asesor de Seguridad Nacional y luego como Secretario de Estado. Años más tarde, Kissinger fue galardonado con el Nobel de la Paz luego de los acuerdos de París de 1973, aun cuando el alto el fuego de Vietnam no duró.
Siempre se le reprochó que no devolviera el galardón, como hizo su par vietnamita Le Duc Tho. Por su papel en el tráfico de información confidencial, Nixon sintió que había encontrado un espíritu afín y escribió en sus memorias: “Un factor que me convenció de la credibilidad de Kissinger fue el extremo al que llegó para proteger su secreto”.
“Proteger el secreto”. Ese fue el santo y seña en la Casa Blanca de Nixon y de Kissinger, a la que más de un periodista de la época asoció con un cuartel de conspiradores.
Tanto Issacson, como Ambrose y Seymour Hersh en su “El precio del poder”, señalan que el pinchado de teléfonos de colegas y amigos, que fue autorizado por Nixon y supuestamente instigado por Kissinger, “finalmente condujo a los plomeros (cubanos), que a su vez condujeron al Watergate”, el célebre escándalo de espionaje a la sede demócrata.
Nixon y Kissinger también imprimieron el sigilo sobre sus contactos con China, un entramado clandestino en el que el Congreso, la Casa Blanca y toda la prensa quedaron a oscuras. Sumido en comprensible estupor, el biógrafo Isaacson escribe: “Esto resultó en una extraña situación en la que las cancillerías de China, Pakistán, Rumania y la URSS sabían de la iniciativa estadounidense en Beijing, pero no así el Departamento de Estado”.
Las gestiones encubiertas de Kissinger en Beijing con Mao –una herejía en la época para muchos- llevaron a uno de sus grandes logros: una era de “diplomacia triangular”. La estrategia permitía integrar a China al balance de poder global, alejándola de Moscú y consolidando la presencia de Washington en el eje Asia-Pacífico. Al mismo tiempo, Kissinger negociaba con Rusia delicados tratados de control nuclear.
El histórico diálogo cara a cara de Nixon y Mao en 1972 concluyó 23 años de aislamiento diplomático y hostilidad mutua y pavimentó lo que, bajo Deng Xiaoping, sería años más tarde la conversión al peculiar modelo capitalista de la Beijing actual. Con Nixon reelecto en 1972, Mr. K. se transformó en la figura clave del gobierno y en el hábil sobreviviente de todas las purgas provocadas por la paranoia del presidente en camino a la catástrofe del Watergate.
Equipo. Kissinger y Richard Nixon, toda una etapa de la geopolitica norteamericana ap
Poco antes de la cumbre en China, la victoria electoral en 1970 del socialista chileno Salvador Allende había revelado una faceta más ominosa de Kissinger. Alérgico a los movimientos de derechos humanos, armó operaciones secretas con la venia de Nixon para evitar que el chileno llegara a La Moneda y “hacer crujir la economía chilena”.
Cables desclasificados revelaron años más tarde cómo alentó el golpe y cuánto desprecio sentía por Allende: “No veo por qué tenemos que dejar que un país se haga marxista sólo porque su población es irresponsable” al votarlo, dijo entonces.
Como ocurriría enseguida con la Argentina, Kissinger también entornó los párpados ante las atrocidades de Videla y sus matones. En junio de 1976, el entonces secretario de Estado dialogó con César Guzzetti, ante quien avaló la represión ilegal y lo que vino a continuación. “Si hay cosas que tienen que hacer, háganlo rápido”, le reclamó, según revelaron otros documentos exhumados años después.
La prensa también fue blanco de sus maniobras. Como fuente privilegiada, integró a periodistas preferidos a un círculo de confidencias controladas. Nadie debería torpedearlo. Convertido en una superestrella global, el canciller más célebre en la era de los medios fue tapa 21 veces de la revista Time y un sondeo de Gallup en 1973 lo exaltó como “el estadounidense más admirado”.
La periodista Oriana Fallacci, en una controvertida entrevista de noviembre de 1972, le preguntó cínicamente por sus relaciones con famosas mujeres y si no le molestaba que se lo llamara “un despreocupado tenorio, un playboy”.
Capitulo historia. Kissiger y Mao Tse Tung en Beijig. Otra era AP
Mostrando encantos de manipulador, Kissinger respondió con su fuerte acento de barítono alemán: “La reputación de playboy me fue útil y me será útil porque sirve para tranquilizar a la gente (…) Para mí las mujeres son una diversión, un hobby. Nadie dedica un tiempo excesivo a los hobbies”. Con el tiempo, lamentaría su cita con la italiana y el rosario siguiente de chismes de conventillo que enlodaría desde entonces su figura.
Pero esas frivolidades y controversias no deberían eclipsar, sin embargo, una alta sofisticación intelectual por la que siempre descolló entre sus colegas. “Un líder –dijo alguna vez- no debe preocuparse por si algo es posible o no. Debe preguntarse si es necesario”. Bajo esa frase respira el pensamiento realista que guió su trabajo, compendiado desde el inicio en una tesis doctoral titulada “Paz, legitimidad y equilibrio”.
De allí surge un manojo de premisas, que hacen más inteligible su legado. Según Kissinger, la historia es la llave para entender los problemas de seguridad nacional; muchas decisiones sobre política exterior son elecciones entre un conjunto de males; no hay nada puramente correcto o puramente malo, sino muchas sombras grises en el medio; el liderazgo debe estar advertido de los peligros de un realismo a ultranza, aunque –como le dijo a un colega- “la insistencia en la pura moralidad es en sí misma la más inmoral de las posturas”, básicamente porque condena a la inacción.
Es bajo ese marco donde sus ideas sobre la invasión rusa de Ucrania y la disputa con China deben ser leídas hoy. De la guerra dijo que terminará con Moscú devolviendo todos los territorios que conquistó, exceptuando tal vez Crimea, lo que provocó un sonoro repudio de Kiev, cuyo ingreso a la OTAN recomendó.
Con China, rechazó la estrategia actual de EE.UU. de tratarla como el enemigo a vencer e insistió en la idea de la coexistencia ya que el mundo alcanzó niveles de destrucción sin precedentes: “Querer concesiones chinas y anunciarlas como concesiones no es buena política”, le dijo a The Wall Street Journal al cumplir 100 años de vida.
Sin su gran sombra, la diplomacia global que debe seguirlo ahora es apenas concebible. En el apogeo de su carrera, circulaba un chiste en los pasillos de Washington: “Imaginemos lo que ocurriría si hoy muriese Kissinger: Richard Nixon se convertiría en presidente de EE.UU.” Era una boutade, claro. Pero acaso nos da hoy la dimensión exacta del personaje que estamos despidiendo.
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