Gobernar con la verdad
No temamos usar la palabra "revolución" ante un cambio profundo en la forma en que se gobierna un país democrático. Me refiero por supuesto a una revolución sin violencia, sin ningún desprecio por la constitución o alteración del sistema político.
La fuente de esta revolución es tan simple como poderosa: un presidente elegido popularmente que, a diferencia de sus oponentes, ha comenzado a decir la verdad, por más dolorosa que sea.
El potencial de esta transformación es realmente impresionante. En primer lugar, en la defensa imperiosa de la legitimidad democrática, que vemos en rápido declive en todo el mundo.
En efecto, la base de la democracia se basa en la confianza entre los ciudadanos y sus representantes, y solo la verdad puede honrar este vínculo sagrado y hacerlo perdurar. Sin verdad, no existe real representación política.
De aquí se infiere que la cohesión y la estabilidad social se beneficiarán de esta opción por decir la verdad. Siempre habrá diferencias de opinión, son deseables, intrínsecas y enriquecedoras de la propia democracia. Pero cuando la verdad predomina en el discurso público, estas divisiones se producen en el ámbito de las ideas, nunca en el campo de la arena política.
Las divisiones se vuelven sustantivas al centrarse en los méritos o limitaciones de las diferentes propuestas partidarias. Obviamente, los actores políticos están en desacuerdo entre sí, pero no desconfían unos de otros, tanto que en un momento dado los compromisos duraderos vuelven a ser posibles.
De hecho, la verdad libera y reconcilia a una sociedad, mientras que la mentira la aprisiona, de allí proviene el concepto gramsciano “decir la verdad es revolucionario” y puede vincularse con los principios republicanos y democráticos al resaltar la importancia de la transparencia la honestidad y la participación ciudadana informada.
Un país imbuido de una cultura de verdad, transparencia y escrutinio ofrece mayor resistencia a las amenazas que corroen la democracia. Algunas de ellas son antiguas, como la epidemia de corrupción y la contaminación de la separación de poderes.
Otras son mucho más recientes, como la desinformación perpetrada por opositores políticos, e incluso actores estatales extranjeros, a través de armas como los deepfakes. O el propio rol nocivo de las “fake news” amparados en el anonimato en las redes sociales.
Por último, se puede incluso argumentar sobre la relación entre la verdad y la propia riqueza. En una economía de mercado, la riqueza se produce, no con más Estado e impuestos por todas partes, sino con más inversión local o extranjera.
Ahora bien, un país con una fuerte relación con la verdad es un mercado creíble y atractivo a los ojos del capital extranjero, ese que trae consigo innovación, empleos bien remunerados y prosperidad sostenible y duradera.
La elección de la verdad no es un camino fácil, pero es el único que puede garantizar la salud y la vitalidad de la democracia. Es hora de que abracemos esta "revolución" pacífica y transformadora, a las que nos convocó el presidente Javier Milei en su discurso del 1° de marzo, rescatando al país que merecemos y donde queremos ver a nuestros hijos y nietos triunfar.
Oscar A. Moscariello es politólogo, secretario general del Partido Demócrata Progresista y ex embajador en Portugal.
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