¿Por qué no me comprás?


El tiempo se lleva tanto las cosas. Los años las alejan con la fuerza de una tromba. Todo eso que se podía en la infancia en la adultez ya no más o está a punto de desaparecer y lo que sí se puede, eso que se gana, a veces no importa. Es piedra.

Era lindo quedarse dormido justo en el momento en que se sentía sueño, sin reparar en el lugar. Un restaurante, la casa del tío, el sillón de la sala de espera de la dentista. El sueño era una posibilidad inmediata. Se quería y se hacía. A los 40 la gente no suele quedarse dormida, solo se va a dormir y ya. Era lindo también salir de la casa en disfraz de superhéroe como muestra de idolatría. Calzarse un sábado el traje de Batman, enterito negro, escudo en el pecho y capa, y caminar por la vereda de la mano de alguien con el poder del personaje en la cabeza. Era hermoso ir a los lugares sobre los hombros de los mayores. Eso. Al almacén de la esquina para comprar el fiambre, a lo de la abuela, a las clases con la profesora particular para dar el examen de ingreso. Ver el mundo desde allí, desde lo alto, por sobre el resto, pero acompañado. Y era lindo mancharse. Las manos, la cara, el pelo, el guardapolvo, las medias. Llevar la mugre como prueba de algo que pasó y que se quiere mostrar, que no se oculta. La clase de dibujo, la merienda en lo de Pato, la victoria en el huevo podrido.

Entre todo eso eran tan lindos los berrinches. Completamente desencajados. Tener 4 años, pedir a la madre que compre un pirulín al señor de la plaza y escuchar como respuesta “no, ahora no, no traje plata, basta, vamos a casa” y entonces sentir la rabia necesaria como para destrozar con las manos las prendas que se llevan puestas y gritar con la voz que ya está llorando “sí, ahora, sí, ¿por qué no me comprás? ¿Por qué no me comprás? Mala, mala, nunca me comprás nada”. Era un espectáculo y era tan lindo. Tener 7 y sentarse a la mesa del club al que se iba los fines de semana a almorzar, con la silla pegada a la caída del mantel, y hablar con altanería para que el mozo escuche y pedir una Coca Cola porque no es día de colegio y son cosas que podrían pasar y recibir la mirada del padre que lanza bajito, pero como una estocada, que no, que solo agua, que la gaseosa llena la panza, que hay que llenarse con comida. Y entonces sentir que se está en el mismísimo infierno y mostrarlo. No dejar nada dentro. Bajarse de la silla con envión, hacer temblar apenas las copas vacías sobre la mesa, convocar la mirada del resto de los comensales y darle un pisotón irremediable al piso para que suene y gritar con las lágrimas en las mejillas “nunca puedo nada, todos hacen lo que quieren menos yo” y repetir la furia con el pie contra el piso de madera y de nuevo porque no alcanza y otro y otro hasta que el padre se levanta de su lugar y lo que se arma es un silencio.

No. La adultez no da espacio al berrinche público. Nadie sale de una entrevista de trabajo que considera que no fue buena y cierra la puerta de la oficina con un estruendo que asusta a la secretaria del lugar y luego quiebra el clima con una puteada, “por qué no hablé más, carajo”, con la frente enrojecida y la vena que se nota, y luego rompe algo que ve por ahí, un taco de papeles, unos sobres a entregar, para paliar la angustia que se siente hasta el talón. Nadie se frustra y se tapa el rostro con las manos como en un pase de magia, para volverse invisible, y se agacha hasta apoyar las rodillas contra la alfombra y después el torso contra los muslos y después se queda ahí, en posición de bolita, hasta que pasa. No, la adultez no es eso. No busca dejar las reacciones a la vista. Es un envase. O algo peor. Una puerta que se tiene que mantener cerrada.

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